25.9.06

Austria: enigmas del cautiverio

Aquel 2 de marzo de 1998, Natascha Kampusch salió temprano de su casa en los suburbios de Viena. La escuela no quedaba lejos. Ese lunes, sin embargo, la niña hubiera preferido que su madre la alcanzara en coche. Iba triste. La noche anterior había sido testigo de una nueva discusión entre sus padres, quienes estaban separados. De alguna manera, la chica de 10 años estaba en el centro de cada disputa: la madre le había reprochado al padre haber traído a Natascha muy tarde de vuelta a casa.

Antes de llegar a la rotonda de Melangasse, Natascha vio la combi blanca detenida a un lado de la calle, así como a un tipo de pie, junto al vehículo, al lado de la banqueta. Mientras avanzaba, tuvo una intuición desagradable. Pensó en cambiar de acera, aunque se repuso en seguida: “Tampoco me va a morder”, pensó Natascha. Cuando pasó junto a la combi, el tipo se le abalanzó. La niña quiso reaccionar, pero de su boca no salió ni un solo grito. El tipo la arrastró hacia el vehículo; luego se alejó del lugar velozmente. En el trayecto, el tipo le dijo que si obedecía no le haría daño.
Se trataba de un secuestro.

La policía austriaca comenzó inmediatamente una búsqueda frenética. Removió cielo y tierra, incluso se trasladó a la vecina Hungría. No tenía ninguna pista, sólo la de una compañera de escuela de Natascha, quien declaró haber visto cómo un hombre la había introducido en una combi blanca, mientras que otra persona iba al volante. En la región había 700 autos con esas características. La policía investigó a cada uno de los propietarios. En la prensa comenzó a circular la foto de la niña plagiada.

Esa misma foto apareció de nueva cuenta en las primeras planas de los diarios y televisoras de todo el mundo el pasado 23 de agosto. En ella se observa a Natascha Kampusch cuando tenía 10 años: sonriente y pecosa, con el mentón apoyado en una mano y los cabellos lacios cayendo sobre una chaqueta roja. Para los familiares, los investigadores y la prensa, Natascha quedaría detenida en el instante y en la edad de esa foto durante más de ocho años.

La pesadilla

El sótano tiene cuatro metros de largo, tres de ancho y menos de dos de altura. Fue construido bajo el garaje de una casa en Strasshof, una localidad de 8 mil habitantes, al norte de Viena. Una puerta blindada, de 150 kilos de peso, separa el recinto del mundo. Cuando Natascha pisó por primera vez su calabozo privado, en la mañana del secuestro, la oscuridad era completa. Sólo después de un rato llegó su captor con una lámpara. Natascha estaba desesperada. Y furiosa con ella misma por no haber cruzado la calle, por no haber ido con su madre a la escuela.

En 1998, el técnico en comunicaciones Wolfgang Priklopil tenía 36 años. En algunos registros figura como propietario de una agencia de alarmas; otros lo describen como vendedor inmobiliario. Según sus vecinos, el hombre era amable, pero muy reservado. Siempre iba correctamente vestido. El jardín delantero de su casa rebosaba pulcritud, como todos los de Strasshof. Con la misma minuciosidad con que cuidaba su jardín, Priklopil planeó el secuestro durante años. Tuvo tiempo de instalar luz eléctrica, ductos de agua, un sistema de respiración y un excusado en ese recóndito lugar. Durante sus primeras semanas de cautiverio, Natascha sufrió crisis claustrofóbicas. Al principio le resultaba insoportable el ruido de un ventilador. Arrojaba botellas de agua mineral contra las paredes, o las golpeaba con los puños con la esperanza de que alguien la escuchara.

Poco después del secuestro, Priklopil fue citado por la policía para contestar algunas preguntas sobre su combi blanca. Dijo que la usaba para transportar escombros, lo que resultó plausible. Después de todo él no tenía antecedentes policiales. Ahora, a ocho años de distancia, la institución se defiende alegando que siguió cientos de pistas infructuosas y que nunca dejó de investigar el caso.

Los expertos sostienen que este tipo de delitos rara vez terminan bien, sobre todo si se trata de un niño. Para los padres de las víctimas, por el contrario, ningún sufrimiento es peor que dejar de ver a sus vástagos. Sin embargo, mientras no se confirme la muerte, la esperanza permanece. Las primaras semanas, los padres de Natascha empezaron a culparse mutuamente de haber tramado el secuestro. Ahora se sabe que Priklopil no tenía vinculación alguna con ninguno de los cónyuges, aunque todavía quedan dudas acerca de la participación de un cómplice durante el secuestro. La policía no ha desmentido plenamente esa versión.

Durante la mayor parte de su cautiverio, la niña conoció el mundo fundamentalmente a través de su captor, de la televisión y de los periódicos. Al principio, Priklopil no le permitía mirar ninguna noticia. Temía que pudiera salir algo sobre su caso y que eso la inquietara. Dos años después del plagio, le permitió ver las noticias en la televisión austriaca y, aunque de manera controlada, leer los diarios: al término de ese ejercicio, el captor revisaba cada página minuciosamente; temía que la niña intentara enviar algún mensaje al exterior. Priklopil también la ayudó a instalar “su cuarto” que, al paso de los meses, se convertiría en la habitación de una adolescente. Lo dotó de televisor y video, aunque no instaló computadora. Incluso, cedió a las peticiones de Natascha, quien se quejaba constantemente ante él de que el encierro la volvía loca. Así logró ablandar a su captor, quien comenzó a permitirle bañarse en el baño de la casa.

A juicio de Natascha, Priklopil tenía una personalidad hábil. La joven se sentía más fuerte. Ella insistía, por ejemplo, en festejar cada cumpleaños, así como las fiestas de Navidad y año nuevo. Priklopil cedió, y llegó incluso a hacerle regalos, ya que, a juicio de la joven, tenía mala conciencia.
Con frecuencia, el hombre salía de vacaciones o se ausentaba de la casa. Para los investigadores del caso de Natascha, aún no está claro si la víctima se quedaba sola. Lo cierto es que la niña conoció a menudo el hambre, según sus propios testimonios. La falta de comida le provocaba problemas circulatorios y de concentración. “Una se siente capaz de los pensamientos más primitivos”, declaró Natascha luego de recuperar su libertad. Su dieta se basaba en pan, salchichas y golosinas. Jamás verduras o frutas.

Infancia truncada

El captor comenzó a llevarla en sus salidas. Al mercado de materiales de construcción, por ejemplo. O bien cuando comía en un restaurante, y Natascha debía esperarlo en el auto. Pero en los sitios públicos Priklopil no se despegaba de su lado. Quería que caminara delante y no detrás de él, para tenerla siempre a la vista. Y la amenazaba con que mataría a quien se enterara de la situación, para después asesinarla a ella y, por último, suicidarse él. En estos lapsos de “libertad”, ella se sentía paralizada por el miedo, incapaz de actuar. En una ocasión, el coche en que ambos viajaban pasó por un control de tránsito. Natascha no se atrevió a alertar a la policía.

A principios de 2006, su captor la llevó a una zona de esquí en los Alpes. La noticia, publicada por la revista alemana Stern, fue desmentida por Natascha, aunque uno de sus abogados la validó posteriormente. El tema se había silenciado para evitar que algunos medios relativizaran el papel de víctima de la joven. Sin embargo, el litigante matizó: no se trató de una excursión, puesto que los papeles del cautiverio estaban cristalizados y en tales casos Priklopil redoblaba la vigilancia.

Natascha ha declarado que desayunaba junto a su captor; después, hacía el trabajo de la casa, cocinaba, miraba televisión y leía. Al parecer, Priklopil alternaba la dulzura y el maltrato. Era un dar y recibir constantes. “No era mi amo”, ha señalado la joven.

Sin embargo, Natascha se niega a contestar preguntas íntimas. Se molestó, por ejemplo, por la publicación de fotos del lugar de reclusión, por considerar ese hecho como una violación de su intimidad.

“La joven desarrolló a lo largo de los años una relación muy personal con su captor, compuesta probablemente no sólo de miedo, desigualdad y abuso sexual, sino también de simpatía. Para ella, la situación excepcional se convirtió en normalidad”, opina el experto en traumas Georg Pieper.

Y es que Natascha habría tenido intimidad negativa, un acercamiento forzoso con su captor y, a la vez, un sentimiento paradójico de gratitud. La agente de la policía austriaca Sabine Freudenberger, quien asistió a la joven tras su liberación, dice que para Natascha el abuso sexual no está del todo claro: “Ella cree haberlo hecho siempre de manera voluntaria”, sostiene.

Todos los psicoterapeutas que han opinado sobre el tema creen que la joven necesita asistencia profesional por mucho tiempo. Para el psicoterapeuta juvenil Christian Lüdke, la infancia de Natascha finalizó de golpe. La niña habría pasado por fases de pánico y desesperanza, hasta sumirse en la absoluta resignación. Sin embargo, agrega, los niños disponen de un innato sentido de supervivencia que los llama a pelear, huir o ponerse rígidos, negados a cualquier tipo de colaboración.

Por lo que concierne a Priklopil, los expertos opinan que sólo actuó porque quería tener a alguien a su lado, que nunca lo abandonara. El hombre no deseaba simplemente someter, dicen, sino ser amado. Y que la cautiva de su campo de concentración privado reconociera su celo para protegerla de los males de este mundo. “No creo haberme perdido algo”, declaró Natascha en sus primeros interrogatorios.

La fuga

Algunos pasajes sobre este largo cautiverio todavía no están del todo claros. Aunque en ocasiones Natascha parece defender vehementemente a su captor, lo cierto es que los últimos meses de confinamiento fueron insoportables. Hasta que llegó el 23 de agosto de 2006.
Afuera era mediodía. Días antes la joven ya le había advertido a su captor que no podía seguir viviendo así, pero siempre se contenía. Uno de los impedimentos era la madre de Priklopil: su hijo siempre era el correcto, el simpático, el bien dispuesto. Natascha no quería que la madre conociera su otro lado; otro, que temía ser víctima de represalias. Ya una vez, años antes, había intentado fugarse, corriendo hacia ese jardín delantero. Pero un fuerte mareo le nubló la vista y la obligó a regresar a la casa.

Finalmente, el 23 de agosto pasado, Natascha cruzó la calle gritando. Avanzó hasta el jardín de una casa vecina, donde vio a una mujer sentada al sol. “Soy Natascha Kampusch”, le dijo. Temblaba sin parar. Era un espectro de 42 kilos de peso.

Priklopil huyó en auto de la casa. En el camino llamó a uno de sus dos únicos amigos. Le dijo que la policía lo había sorprendido manejando con algo de alcohol en la sangre. Y que se había dado a la fuga. Esa misma tarde, el hombre se tiró a las ruedas de un tren. Una medida innecesaria, diría más tarde Natascha. Desde entonces, en Strasshof los vecinos buscan atar los cabos que en todos esos años les pasaron desapercibidos. Una vecina recordó que Priklopil había tenido en su casa, desde principios de los 90, “una obra en construcción eterna”; otra lo vio pasar en un auto con una mujer que, supuso, era su novia. Al rememorar el hecho, intuye que la acompañante era Natascha Kampusch.

Dentro del barrio, Priklopil se movía con discreción. Durante su vida, sólo tuvo un pequeño altercado con un vecino, quien lo denunció a la policía porque tenía la costumbre de disparar contra los pájaros con un arma de fuego.

Las incógnitas persisten ante el silencio de Natascha. Desde que la entrevistó la televisión austriaca dos semanas después de su liberación, ella se ha refugiado en el silencio. Se sabe que creó una fundación para ayudar a víctimas de delitos como el que padeció. Ahora sólo necesita paz y tranquilidad, dicen los especialistas. Al parecer, no ha querido volver a ver a sus padres.
Un equipo la asesora en su trato con los medios. Sus abogados siguen atentamente todo lo que se publica sobre su caso. Muchos se preguntan si Natascha, que sobrevivió al cautiverio de Priklopil durante ocho años, podrá ahora soportar el peso de ser considerada en Nueva York “La mujer del año”; están pendientes también de las productoras y editoriales, que le ofrecen cantidades millonarias por la publicación y la filmación de su calvario.

Publicado en Proceso / 25/09/06
Francisco Olaso